¿Por qué engordamos?
Parece una pregunta tonta, ¿no? La mayoría de las personas engordamos porque comemos o más de lo que debemos o alimentos no adecuados. Existen formas mórbidas de obesidad que no se deben a la mala regulación voluntaria de la ingesta, sino a problemas biológicos de distinto tipo, pero en este artículo vamos a hablar de la obesidad debida a una incorrecta selección de los alimentos.
Sin embargo, el párrafo anterior entraña una falacia: engordamos porque comemos demasiado o lo que no debemos, es decir, engordamos porque elegimos mal. Esa frase da por supuesto que nos equivocamos al elegir, pero ¿y si no fuera así? ¿Si lo correcto fuera comer demasiado y lo qué más engorda? ¿Lo sano es comer comida insana? Menuda paradoja, ¿no?
Quizás pienses que esta introducción está siendo muy divagatoria y un poco confusa. Por favor, concédeme un poco de tiempo más para que veas dónde quiero llegar.
Así que haz conmigo un viaje en el tiempo hasta un periodo de… digamos 100 siglos hacia el pasado e imagínate parte de una tribu cazadora y recolectora, que vive itinerante, tratando de encontrar diariamente frutos y vegetales silvestres de los que alimentarse y animales a los que cazar. Así que todos los días -o al menos con frecuencia- recorres kilómetros buscando conseguir algo de alimento. Un gran gasto energético y poca comida. Pero un día los cazadores de la tribu cazan una presa, ¿qué parte de la misma te apetecerá comerte? Sin duda la que te proporcione más energía para aguantar hasta el siguiente «banquete». La que se convierta más rápidamente en grasa.
Ésta es una necesidad biológica. El ser humano tiene la capacidad, que ninguna otra especie posee, de usar el procesamiento simbólico para ir contra sus necesidades biológicas, algo de lo que hablaré después, pero de momento pensemos sólo en nosotros como «animales». ¿No sería lógico pensar que ese deseo de comer lo que más alimenta, lo que se acumula más fácilmente, no es fruto de una decisión consciente sino de una impronta cerebral? Es decir, ¿no habrá un mecanismo que haga para nosotros más apetitosa aquella comida que más nos ayude en la supervivencia en situaciones adversas de carestía?
Lo lógico es pensar que sí, por lo tanto, que estamos genéticamente condicionados a que nos atraigan aquellos sabores que estén asociados a alimentos con mucha grasa.
Por el mismo razonamiento podemos pensar en la necesidad de nuestro organismo de energía rápida: azúcares, o de equilibrio de sales: sal, etc.
Esta teoría es difícil de validar en el ser humano, porque como he dicho hace un momento, disponemos de un sistema de procesamiento simbólico, que nos permite «negar» nuestros imperativos biológicos, supeditándolos a condicionante culturales, a los que damos más valor que a los biológicos. Esto ocurre en muchos ámbitos, pero me voy a centrar en el alimenticio.

El otro día estuve en una reunión con unos amigos y se sacó algo de picoteo. Uno de los amigos trajo un queso que, literalmente, apestaba. Tal era así que llenó la habitación de tales efluvios que no había lugar que no alcanzase. La dueña de la casa tiene un perrito, que cuando nos reunimos suele danzar a nuestro al rededor, con la esperanza de que «caiga» algún manjar. Pero ese día no entraba en la habitación. Le pregunté a la dueña si le pasaba algo al perro y me dijo que no que ella supiera. Miré la mesa, vi el queso y se me ocurrió un pequeño experimento. Corté un trozo de queso, busqué al perro, se lo ofrecí… y salió corriendo. Cuando volví a la mesa observé como la mayoría de mis amigos probaban el queso y aseguraban que era delicioso.
Podríamos pensar que lo que le gusta a un humano no tiene por qué gustarle a un perro, y viceversa. Pero la explicación está mucho más allá. Nuestro sistema de procesamiento de la información es capaz de asociar atribuciones mucho más complejas que las de los animales. Hemos aprendido a valorar sabores y olores como parte de un aprendizaje social.
Hay sabores que no atraerían a ningún animal y que nosotros valoramos especialmente. Sabores amargos, como la cerveza, el chocolate o el café, los picantes, sabores fuertes como los de algunos quesos o mezclas de sabores como las salsas agridulces o el vino. Pero todos ellos tienen para nosotros atribuciones culturales: los alcoholes y estimulantes se comparten en grupo y sabemos que afectarán de una forma «agradable» a nuestro cerebro (si no nos excedemos), los alimentos con sabores «artificiales» nos deleitan el paladar con sensaciones inhabituales que valoramos por su complejidad y la mezcla de texturas y contrastes degustativos.
Así pues, es difícil valorar lo que nuestra impronta innata condiciona y lo que nuestra cultura nos impone desde niños. Pero la lógica de la supervivencia, la comparativa con los hábitos alimenticios animales y, sobre todo, la sospechosa coincidencia de que a tantas personas nos gusten los mismos alimentos que «engordan», nos hace sospechar que efectivamente poseemos un «mecanismo» de selección de alimentos enfocado a aumentar nuestras reservas.
Así, que volviendo a la pregunta inicial: ¿por qué engordamos? Porque estamos genéticamente condicionados para ello.
¿Está todo perdido, entonces?
Claro que no.

Repitiendo los mismos errores una y otra vez
El ser humano, como ya he adelantado en la introducción, puede superar muchos condicionantes biológicos gracias a su capacidad de procesamiento simbólico. Ciñéndonos al ámbito de la alimentación ya se ha comentado nuestra capacidad para deleitarnos en sabores extraños, amargos y picantes. Por lo tanto, si podemos hacer que nos guste lo que ningún animal, con sus instintos intactos, probaría, podemos hacer también lo contrario y aborrecer lo que nuestra genética desea. Más aún, podemos aprender a disfrutar de aquella comida que es sana para el hombre del siglo XXI y no de la que era sana para el hombre de las cavernas.
¿Y cómo lo hacemos? Hay muchos caminos, algunos más fáciles y algunos más difíciles, en este artículo se va a comentar uno de esos posibles caminos, pero antes de adentrarnos en él quiero comentar los caminos que no llevan a ninguna parte: los caminos circulares.
Seguramente si viéramos a alguien dando vueltas alrededor de una rotonda o una plaza una y otra vez, sin ser capaz de salir de ella, pensaríamos que tiene un problema. Seguramente está perdido y no sabe cuál es el desvío que debe tomar por eso da vueltas y vueltas a ver si alguna de las bifurcaciones le suena más que las otras. Pero también puede ser que ya haya recorrido varios de los caminos que salen de esa rotonda y al final haya llegado a lugares peores, así que ha decidido volver a la relativa seguridad de la rotonda, incapaz de decidirse a tomar una nueva bifurcación por miedo a lo que encontrará allí. O, incluso, es muy posible que desde nuestra posición de observadores externos estemos viendo ramales que salen de la rotonda y que la persona que está dando eternas vueltas no ve desde su posición.
En cualquier caso no nos parecería normal.
Entonces, ¿por qué hacemos todos lo mismo continuamente? ¿Por qué nos empeñamos en tomar decisiones que sabemos que no funcionan, en plantear las cosas siempre de la misma manera, en tener siempre la misma discusión con nuestros padres, nuestra pareja o nuestros hijos? Nos extrañamos de que los demás no sean capaces de dejar su rotonda y, sin embargo, nosotros estamos tan atrapados en nuestras propias rotondas como los otros.
Esos caminos circulares están programados en nuestro cerebro. Hemos aprendido una forma de ver el mundo y una forma de «resolverlo» y nos cuesta mucho intentar otras formas de «escapar» de la rotonda.
Con el tema del exceso de peso ocurre lo mismo. ¿Cuántas veces hemos intentado seguir regímenes, que han podido funcionar más o menos bien (o no) para encontrarnos meses después (en algunos afortunados casos: años después) con el mismo peso o mayor que el que teníamos al empezar el régimen. Sin embargo, en la siguiente ocasión probamos con ese mismo régimen u otro similar, con las mismas consecuencias. Hemos probado regímenes hipocalóricos, hipercalóricos, disociados, depurativos y no sé cuántos más. Algunos han parecido funcionar, otros no, pero al final volvemos al mismo punto.
Eso por no hablar de personas que llegan a recurrir a la cirugía, para volver a los años a una situación igual o peor a la que partieron.
Hemos probado muchas otras cosas: no cenar, hacer siete comidas al día, hacer sólo una, incluso, días enteros a base de líquidos.
Nada funciona. ¿Por qué? Porque no cambiamos nuestra forma de pensar en los alimentos, porque aunque nos obliguemos a cambiar nuestros hábitos nuestro cerebro sigue con la misma forma de procesar la información. Luchamos contra nuestro cerebro y es una batalla que nunca podremos ganar. Debemos hacer que nuestro cerebro sea nuestro aliado, no nuestro enemigo.

¿Cómo se adelgaza usando el cerebro?
En cierta forma, ésta es una pregunta capciosa. Mi eslogan es: el cerebro es lo que somos. Nuestros miedos, alegrías, recuerdos o sentimientos, nacen de nuestro cerebro (aunque las reaccione físicas de nuestro cuerpo también tengan algo que decir al respecto, como luego comentaré). Así que todo lo hacemos usando el cerebro. Y eso no tiene nada que ver con la inteligencia. Nuestra coordinación, la mayoría de nuestras funciones corporales, nuestra capacidad de prestar atención, nuestros sentidos, todo ello es procesado en nuestro cerebro. Todas nuestras decisiones, conscientes e involuntarias se generan en nuestro cerebro. Así, que ¿cómo vamos a adelgazar sin usar nuestro cerebro?
Pero aunque sea una pregunta un tanto malintencionada, no por ello deja de ser una pregunta pertinente. No en el sentido literal, sino en el explicado en el punto anterior. Debemos aprender a hacer que nuestro cerebro colabore en las cosas que emprendemos y no intentar ir contra nuestro instinto, nuestro aprendizaje o nuestros miedos. No podemos hacer las cosas yendo contra nuestra programación. Debemos aprender a cambiar nuestros programas para que nuestro cerebro nos ayude a conseguir nuestras metas.
Esto me recuerda el famoso epigrama de Asimov: «Nunca dejes que tu sentido de la moral te impida hacer lo que está bien«. Similar paradoja a la que se plantea cuando se habla del cerebro. Hay que usar nuestros recursos cerebrales para aprender a modificar la forma en que nuestro cerebro responde. Usar nuestros programas para modificar nuestra programación.
Necesito introducir un concepto más antes de ir al grano, así que te pido un poco más de paciencia. El concepto que quiero explicar es la activación simpática. No te dejes engañar con el término: no voy a contar chistes. El sistema simpático es una de las partes del sistema autónomo del cerebro. Hay tres formas de activar los componentes de nuestro cuerpo, la que mejor entendemos es el sistema musculo-esquelético, que es el responsable de nuestros movimientos. El sistema autónomo, por el contrario, se encarga de la comunicación con nuestras vísceras, y se divide en dos: el simpático y el parasimpático. Por no entrar, en complejos detalles anatómicos, diré que el sistema simpático se encarga de funciones tan importantes como el ritmo cardiaco, la temperatura corporal o la sudoración de la piel.
El sistema simpático es el que nos activa cuando tenemos que responder a una demanda del medio, es el que prepara nuestro cuerpo para una respuesta de estrés o peligro. Gracias a este sistema podíamos responder rápidamente a la aparición de una fiera y hoy en día nos permite realizar un trabajo en el «inhumano» plazo que nos solicita nuestro jefe.
También es el responsable de muchos de los síntomas de la ansiedad, que en el fondo no es más que una respuesta de estrés excesivamente prolongada o descontrolada.
Pero ese mecanismo de comunicación es bidireccional. La activación corporal del sistema simpático es interpretada como estrés por nuestro cerebro. Por eso decía en la introducción de este punto que las reacciones físicas tienen mucho que ver con la respuesta de nuestro cerebro. Un sentido que poseemos y que no está clasificado entre los 5 sentidos tradicionales es la propiocepción, que es nuestra capacidad de «sentir» nuestro cuerpo: nuestra posición, nuestro estado tensional o la activación de nuestras vísceras. Si baja la temperatura sentimos frio, pero si el clima es caldeado y de pronto notamos una corriente de aire que no identificamos sentimos un escalofrío, que muchas veces interpretamos con una sensación de miedo o desasosiego. Si nuestro cerebro detecta una situación amenazante reduce nuestra temperatura, desviando nuestro flujo sanguíneo a los músculos que deben actuarse para responder al peligro, así que cuando nuestra temperatura baja, nuestro cerebro asocia la sensación corporal con la que se produce cuando hay peligro y nos trasmite dicha impresión.
El proceso es muy simple e involuntario y trascurre por varias vías, que son independientes entre sí. Sistemáticamente podría explicarse como:
Peligro → activación simpática que lleva a ciertas respuestas corporales, como palpitaciones, sudoración y descenso de temperatura.
Nuestro cerebro asociativo aprende a relacionar los estímulos que percibe ante una situación de peligro, con el propio peligro. Es decir, se preparar para responder en el futuro al peligro almacenando todos los datos posibles de ese momento, sin discriminar entre internos y externos. Y sin ser capaz de discriminar los que ha producido el propio cerebro con los que son datos objetivos. Por eso, asocia las palpitaciones, la sudoración y el descenso de temperatura al peligro.
Cuando nuestra propiocepción detecta estos síntomas, pero no hay otros estímulos que los contextualicen adecuadamente, el cerebro los asocia a situaciones aprendidas similares, por lo que responde como si se estuviera en una situación de peligro.
Este esquema tan simple es el responsable de algunos trastornos muy graves, como los ataques de pánico, muchas fobias o la agorafobia, porque no hay que olvidar que nuestro cerebro está diseñado para sobrevivir en las cavernas y hoy en día, en muchas ocasiones, nos juega muy malas pasadas.
Y a estas alturas supongo que te estarás preguntando qué tiene que ver todo esto con la alimentación y con engordar. Pues la verdad es que mucho. Como ya se ha dicho, la ansiedad es, en cierta manera, un estrés descontrolado y la ansiedad está muy relacionada con la falta de control de impulsos. Cuando estamos en un estado prolongado de ansiedad tendemos a excedernos o quedarnos cortos con la comida, incluso es habitual pasar de un extremo a otro. Y no sólo en casos graves, como en la anorexia y la bulimia, sino en personas con un estado de ansiedad algo elevado que no llega a niveles clínicos.
Por otra parte, para que nuestro sistema de procesamiento simbólico funcione adecuadamente y podamos dejar de sentir como deseables los alimentos que más energía acumulan, debemos permanecer en un estado bajo de activación física. Dicho de otro modo, si el cuerpo nos hace funcionar por estímulos y emociones, difícilmente podremos hacer trabajar a nuestra parte más racional.
Así que para perder peso tenemos que aprender a controlar el sistema simpático. Veamos cómo hacerlo.

Controlando voluntariamente lo que parece involuntario.
Y la clave es que parece involuntario, pero no tiene por qué serlo. El sistema autónomo y, en concreto el sistema simpático, funciona normalmente de forma automática. Responde a las necesidades del medio sin que nosotros seamos conscientes de ello. Sin embargo, podemos aprender a controlar nuestra respuesta simpática.
Y ahora, espero que hayas llegado hasta aquí con ganas de seguir leyendo, porque por fin voy a ir al grano (ya son horas, dirás, pero me gusta explicar las cosas paso a paso, espero que hayas sido paciente conmigo).
Y para ir al grano voy a hablarte del biofeedback y en neurofeedback. El primero data de los años 50 y el segundo de los años 60 y hoy en día se están usando ampliamente en muchos países en el ámbito clínico. Mediante estas técnicas una persona puede aprender a controlar de forma voluntaria respuestas fisiológicas como el ritmo cardiaco, la respiración, la sudoración, la temperatura corporal e, incluso, las ondas cerebrales.
La forma de entrenarse en Biofeedback o Neurofeedback es muy simple:
Se conectan sensores que miden la función fisiológica a controlar. Estos sensores son siempre no invasivos y se colocan de forma superficial.
Se envía la señal de esos sensores a un ordenador que la procesa en tiempo real.
El ordenador convierte esa señal en un indicador que la persona que entrena pueda interpretar: desde algo tan simple como una barra que indica la medida directamente y que crece o encoge según varía la señal, hasta sistemas más sofisticados como juegos en los que para que pase algo (la nave espacial dispare o vuele más rápido o metamos un gol) hace falta que la variable fisiológica medida tenga un valor determinado.
La persona que está recibiendo en tratamiento de neurofeedback o biofeedback aprende a controlar sus respuestas biológicas por el método mucho más simple de aprender a controlar el tamaño de una barra o el éxito de un juego. Este aprendizaje parece involuntario, pero es plenamente consciente, ya que se está realizando el control de la función corporal de forma controlada.

¿Cómo conseguimos adelgazar con este método?
Fácil.
Se establecen unos objetivos alimentarios adecuados para la persona que requiere el tratamiento, atendiendo a su edad, peso e, incluso, preferencias y disponibilidad de alimentos.
Se le entrena en el control de la activación del sistema simpático, en un primer momento de forma no contingente, es decir, a activar y desactivar cuando se desee de forma voluntaria.
Se pone a prueba ese entrenamiento ante estímulos contingentes. Esto es, se le muestras imágenes de comidas adecuadas ante lo cual debe activar la respuesta simpática y de no adecuadas, ante las cuales debe inhibir la respuesta simpática.
Se trabaja con este método hasta que la respuesta de activación e inhibición sea automática.
Y ya está. Nuestro cerebro ha cambiado su programación y, de no mediar un problema médico, ya no debe resultarnos difícil perder peso cuando queramos.